jueves, 19 de julio de 2007

2007 - Camino a Damasco

Apuntes de viaje...


Hace años que quería conocer Damasco. Una ciudad de nombre evocador, llena de historia, de fábulas y de texturas. Quizás la más vieja de todas las ciudades, o la más antigua capital de todas. Hace algunos años la razón para no venir fue que mi compañero de viaje tenía una entrada en Israel registrada en su pasaporte. Palestina es el estado que Siria reconoce. Esta vez ando solo y la excusa del matrimonio de unos amigos en la isla mediterránea de Formentera, no pudo ser más oportuna. Qatar se convirtió en la escala de acceso a Siria y a España. Espero poder quedarme unos días en este país del Golfo antes de volver a China.





Como sucede en los cuentos antiguos, apareció milagrosamente un buen samaritano en Damasco que resultó ser un compatriota ofreciéndome gentil alojamiento en su muy agradable casa. Darwin Castillo es un diplomático que estuvo acreditado en India y Bolivia. Casualmente fue compañero de otro diplomático amigo en China. Darwin me recogió en el aeropuerto y me llevó a su residencia en un barrio que me pareció muy familiar, San Bernardino, en Caracas.

Casas de pocos niveles pero muy altas y bien construídas cerca de los años 40 y 50. Las estancias son de altos techos y unos patios interiores comunicaban la sala con la cocina al tiempo que permitía la entrada de luz de forma indirecta en los espacios que resultaban un tanto tenues. Pero es esa penumbra que uno agradece en sitios donde el sol de verano es muy fuerte. Es una lástima que ahora no se construyan esos pisos tan holgados y llenos de “carácter”.


Damasco es una ciudad grande llena de vitalidad. Su historia moderna ha resultado muy complicada desde que Inglaterra y Francia principalmente promovieron la efectiva división del Medio Oriente a principios del siglo XX. Mi sensación inicial fue como si la ciudad se hubiera congelado en el tiempo y no me refiero a la antigua ciudad. (Aparentemente, la antigua ciudad amurallada carece de grandes hitos arquitectónicos). Los barrios más opulentos y modernos se desarrollaron hasta una cierta década, digamos los 60, y así se quedaron. El hotel Four Seasons se destaca por ser la única obra de envergadura de estilo y tecnología contemporáneos que ví en los días de mi estadía. Dicen que es una inversión del rey saudí. Allí cenamos una vez.





La noche de mi llegada Darwin me invitó a cenar en un restaurante tradicional en el barrio cristiano dentro de la ciudad amurallada. Fue asombroso traspasar el umbral de algo que no prometía mucho y descubrir una antigua casona damasquina donde las mesas estaban dispuestas en el patio y las salas colindantes. También se veían comensales en los dos niveles superiores, todos con vista sobre el patio. Una sala ricamente amoblada sirve de vestíbulo al patio. Nos ubicamos en una esquina desde donde pude observar los ventanales de vidrios coloreados, las franjas de piedra horizontales crema, negro o de colores típicas de la arquitectura local. Los penachos de piedra tallada que coronan los linteles de las puertas, etc. Los comensales seguían llegando y los camareros muy atentos y bien parecidos nos tomaron la orden. Las cremas de garbanzo, de berenjena ahumada con granadina, ensalada de roca, sopa de lentejas, y las carnes anunciaban una estadía gourmet. Un detalle inesperado fue el refresco de limón natural con menta. Nada más divino (aunque mi abuela siempre decía que “divino” era Dios solamente). Al final de la cena caminamos el trecho hasta una de las puertas de la ciudad.

Damasco parece que no durmiera. La vida callejera cobra especial rítmo de noche, como sucede en casi todas las ciudades mediterráneas que conozco. La gente almuerza tarde y cena más tarde aun. Las tiendecillas seguían casi todas abiertas a pesar de la hora. La seguridad en la calle parece total.




Damasco me hizo reflexionar sobre la influencia de los sirios en Venezuela. Nunca había reparado en eso, pero es evidente que tenemos una deuda con ellos. Su arquitectura; sus comercios desde la quincallería hasta los almacenes; su forma de vestir (siempre muy aseados, correctamente vestidos de pantalón y camisa los hombres que no usan vestimenta árabe); el físico de sus gentes... ví muchos que pienso haber visto en Venezuela, era muy extraño sentirse tan cerca del país en un sitio extraño como Damasco... Supe que los venezolanos de orígen sirio suman un millón y ya van por la quinta generación. Siempre escuché de los españoles, portugueses e italianos pero no tanto de los árabes y menos aún de los sirios así tan particularmente. Bueno, nunca es tarde para aprender más sobre el país.

La visita al Museo Nacional fue menos interesante de lo que pensé. Pese a ciertas maravillas de la antiguedad que salpican las salas y los jardines del recinto, es evidente que este museo no ha sido una prioridad cultural para las autoridades. Su museística es muy anticuada y las instalaciones merecen una buena modernización. En el Cairo pasé varias horas visitando el museo arqueológico, aquí fue poco más de una hora. No conseguí nada interesante para llevarme de la tiendecita.




Como era viernes, presencié la llegada de los fieles a la mezquita que colida con el museo militar, al que no entré, y me quedé viendo a una distancia parte del servicio religioso. Este es un fenómeno que me llamó poderosamente la atención. El fervor religioso. En todas partes hay sitios para el rezo y siempre hay gente, joven y mayor, hombres sobre todo, que acuden a las mezquitas a cumplir con sus compromisos religiosos. Es algo natural. Vienen corriendo a la hora y se van alineando ordenadamente descalzándose detrás de la fila anterior. Jóvenes que en nuestro país estarían “rumbo a la playa” aquí pareciera que les produjera placer el recogerse por breves momentos en la mezquita, de manera silenciosa, para luego al final del servico dispersarse para continuar con sus actividades regulares. No ví gente “vestida de domingo” para acudir al llamado del imán. Aparentemente la gente acude a la mezquita de modo masivo y natural, al menos una vez de las cinco diarias que se suponen deben asistir. En mi caso, el fenómeno es aún mayor al vivir tantos años en China donde casi no existe la religión o acaso ocurre como una actividad muy marginal en la sociedad. Para mí es inconcebible imaginarme a los chinos dedicarle atención a la vida espiritual al modo como se ve aquí.

Seguí caminando rumbo a la antigua ciudad. Pasé frente a la vieja estación del tren y otros edificios emblemáticos. Grupos de mujeres iraníes hacían turismo. Todas vestidas de negro. Evito mirarlas incisivamente no sea que cometa una infracción, pero realmente quería fotografiarlas seguidamente hasta conseguir llenar una página de negro, como viste Trinita en las caricaturas de Zapata...



Finalmente llegué a la muralla de la vieja Damasco. Siguiendo a gentes con todo tipo de vestimenta, iraquíes, saudíes, iraníes, jordanos, africanos, y de otras variedades de grupos árabes todavía desconocidos para mí, me fui adentrando en uno de los zocos techados que conducen a la gran mezquita. La mayoría de las tiendas permanecían cerradas. Antes de llegar a la mezquita, unas columnas y capiteles romanos recordaban que Siria fue parte de aquel imperio y que algunos emperadores romanos fueron sirios originalmente. En realidad, muchas de las iglesias cristianas de la antiguedad fueron reconvertidas en mezquitas, lo cual al menos evitó desperdiciar el trabajo y costo de esas construcciones al adaptarlas al nuevo credo, que no a un nuevo uso. Cuando llegué a la plaza frente a la puerta oeste de la mezquita, los feligreses estaban saliendo torrencialmente. Esperé un rato mientras fotografiaba los muros y puerta de la mezquita hasta que decidí entrar por otra de las puertas. Como es usual, me descalcé para entrar y llevé los zapatos en la mano. Aquí no había cuidadores de zapatos como en la mezquita aquella en Ajmer (Rajastán, India)...


El patio abierto con amplios corredores por tres de sus lados es de una enormidad que parece una plaza pública. Fieles y visitantes, niños y adultos, gentes de todas las procedencias deambulaban por el patio de mármol, otros se sentaban en el piso de los corredores a descansar y contemplar la escena. Un domo dorado estaba emplazado asimétricamente hacia el Oeste. Una suerte de templete de mármol ocupaba el centro del patio. La cuarta fachada del patio era la nave de la mezquita que se me antojó inmediatamente que era una iglesia reconvertida. Unos frescos con dorados adornaban el centro del frontispicio (¿) central. Accedí al interior de la mezquita. Infinidad de alfombras de tonalidades rojas cubrían todo el piso. Algunos fieles estaban de pie o arrodillados frente a los muros orando. En el centro de la nave, una capilla parecía contener una tumba. Arquitectónicamente este edificio no me pareció notable. Más interesante fue observar la gente exótica entrando y saliendo, los vestidos y los rostros. La multitud.


La vieja Damasco ha devenido en un laberinto donde los bazares, talleres, hammans, viviendas, iglesias, mezquitas, restaurantes, almacenes, tiendas se entremezclan y forman un tejido urbano muy compacto. Un portal de madera sobre un muro de piedra puede dar paso a un enorme o mediano patio de un palacete donde el bullicio de afuera, de los callejones del bazar, no se siente. Todo es belleza y tranquilidad. De allí se puede divisar algún minarete, que es la única construcción que sobresale de la anónima masa edificada por los siglos. Las tiendas se agrupan según el ramo por lo que las joyerías conforman un zoco en sí mismo, al igual que las especies; las ropas; los calzados; la marroquinería; las jugueterías; las artesanías; los jabones de olivo, laurel, comino y almendras; las ventas de café aromático y de té, en fín no hay nada que falte en esa microciudad. Los que allí viven o laboran, así como los visitantes pueden estar en un momento haciendo compras, como al siguiente rezando en la mezquita más cercana para luego ir a tomar un baño en uno de los numerosos hammans que funcionan como tales desde hace 300 años. En esta oportunidad visité cinco de ellos, que me sirvieron de pausa a las largas caminatas que hacía desde temprano.


Una sala espaciosa, a veces con bellos domos centrales, recibe al hombre que viene a refugiarse en el agua y vapor. Una pileta ocupa el espacio central y unos nichos con divanes empotrados se levantan sobre el nivel donde uno se descalza. Un ayudante trae unas largas telas con las que uno se enfunda para tomar el baño. Traen una cajita donde se depositan los valores. La colocan con las otras y la cierran con llave. Esta se la entregan a uno. Uno se desnuda con cuidado para no mostrarse completamente. La ropa se cuelga en unos ganchos que sobresalen de las paredes y hay que montarse sobre los divanes para alcanzarlos. Una vez listo para entrar a las salas de vapor, el dependiente cuelga una tela tapando la ropa de modo que nadie la toque. En algunos baños usan chancletas de madera, en otros de plástico. Normalmente cobran alrededor de 200 libras (unos 4 dólares) que se cancelan al final cuando uno va a salir del establecimiento.

Todos estos hamman son muy antiguos. La arquitectura es bastante parecida. Domos y cúpulas y bóvedas con huecos tapados con vidrios de colores permiten la entrada de luz diurna teñida que va moviéndose de acuerdo a la hora. Naturalmente de noche este efecto se pierde y la iluminación es invariablemente con luz de neón blanco. Las salas siguen un plan lineal donde se ven piletas de piedra rebosantes de agua donde los hombres sentados sobre el piso de mármol de colores o con motivos decorativos, se enjabonan con los famosos jabones de Aleppo hechos de aceites naturales, de oliva en su mayoría. Con una pailita se van sacando el jabón. Algunos conversan otros meditan y muchas veces la visibilidad es poca dada la intensidad del vapor. Los muros se abren creando nichos donde los bañistas pueden apartarse. En estos puede verse gente un poco más desnuda, de espalda, porque por lo general, a diferencia de China y Japón, los hombres tienden a ser modestos. En algunos, una tarima de piedra, mármol por lo regular, sirve para echarse a la manera de los hamman turcos (el vapor transita por dentro y hace que la piedra se vuelva muy caliente). Cuando el calor se hace insoportable, hay una sala fría (frigidarium) donde se descansa, se fuma, y los dependientes traen té. En otra sala, o en alguno de los nichos, se puede uno dar un masaje o una restregada con un paño áspero que saca el sucio de la piel y duele algo. Estos se dan sobre el mismo piso sin dudas sobre la higiene del mismo. Uno se acuesta sobre el piso anegado al lado del masajista que está sentado, usando también la misma funda como falda. Algunos van acompañados a bañarse y mantienen amenas charlas, otros se conocen allí y entraban conversación. El ambiente es como el de un pub inglés donde la comunidad hace vida social pero mucho más sensual por supuesto.


Una vez decide uno terminar el baño, llama al dependiente que trae varios trapos grandes. Con uno tapa al cliente sustituyendo el trapo mojado por el seco. Luego le coloca otro sobre la espalda envolviendolo. Se sale nuevamente a la sala grande donde se dejó la ropa y le ofrecen a uno nuevos trapos y de vuelta al ritual de desnudarse sin desnudarse. Esta vez le secan a uno la cabeza y le amarran una toalla bien firme a manera de turbante. Se toma asiento en el diván correspondiente y traen té caliente y dulce y agua fría, que son colocados sobre una bandeja y una mesita alta. Algunos baños tienen barbero.


Sin contarme o a mi amigo cuando estuvo, no ví extranjeros, solamente una vez vi un negro africano. Siempre eran árabes o personas parecidas. Por la vestimenta pude a veces apreciar su procedencia otras por el físico o el color de la piel. Por lo regular los árabes son bien parecidos, muchos son fornidos y siempre parecen muy gentiles y de conversación suave. El inglés no es muy hablado pero siempre hubo alguien que entendía. Conocí gente de distintas procedencias: kurdos que viven en Alemania, jordanos refugiados de la guerra, libaneses, sirios...